lunes, 22 de noviembre de 2010

Rimando espero, pero no quiero

Confesiones y confusiones. Edredones que se enredan en mi mañana, en tu noche. Broches de oro, plata y bronce. Once días en el paraíso que llevarme quiso de nuevo al infierno. Eterno y etéreo. Abstracta y sin sentido, salgo a la calle con mi vestido. Zapatos de tacón y agujeros en el corazón, con razón o sin ella, nunca me siento la más bella. Y sella su despedida con un "para siempre", y se convierte en un "adiós". Y a Dios pongo por testigo que sigo sin detenerme. Y creerme cuesta un rato, por eso te ato y te desato, como a los cojones de San Cucufato. Pero nunca encuentro lo que andaba buscando, llorando en cada esquina; ni fina ni segura. No hay cura para la locura, y jura y perjura que no, que nunca mais.

martes, 9 de noviembre de 2010

Historia de un futuro aproximado en tanto que irreal

Veintisiete de octubre de 2020. Hoy es mi cumpleaños. Treinta y ocho, que se dice pronto. Pero no pienso preocuparme por la inminente crisis de los cuarenta; si tiene que llegar, ya llegará. El plan para esta noche es bien sencillo: cenita en casa con los amigos, y luego, si se tercia, tal vez caigan algunas cervezas (es increíble cómo los años lo cambian a uno…). Mi hija me ha llamado esta mañana para felicitarme. Hemos hablado poco más de cinco minutos: que cómo va el cole, que si ya has hecho nuevos amiguitos. Me deja alucinado con su manera de responder a mis preguntas. Sólo tiene cuatro años, pero es muy madura para su edad. Si no pasa nada, el próximo fin de semana la tendré conmigo. La echo de menos, me hace falta en tantos momentos… pero el estúpido nuevo novio de mi exmujer es un gilipollas comeollas integral, y siempre está dando por culo con el régimen de visitas. No entiendo qué leches ha podido ver Natàlia en él. En fin, eso es algo que a mí ya no me incumbe.

Como de costumbre, salgo tarde de la oficina. Algunos lo llaman peloteo, otros adicción al trabajo. Simplemente me dedico a hacer lo que siempre se me dio bien (después de aquella especie de año sabático catártico). Meto la mano en el bolsillo y saco las llaves de mi Seat Altea. Y de repente… la imagen de mi Mini Cooper S rojo me viene a la mente. Pero supongo que era impensable para una familia que acababa de tener un crío. Si lo llego a saber…

A las 19:30 llego a casa. Me pego una ducha rápida y me pongo cómodo. Enciendo el ordenador y reviso mi correo. Podría hacerlo desde la oficina, pero prefiero contestar a los mails personales desde casa. Alguna que otra felicitación por puro compromiso, cinco o seis correos de publicidad, que eliminó sin ni siquiera abrir. Y entre correo basura y mensajes escritos casi por obligación… encuentro un mail de ella. Me quedo mirando el nombre unos segundos antes de abrirlo. Enfoco la vista, porque el cansancio sumado a la excitación del momento hace que las letras bailen en la pantalla del ordenador. Hacía más de seis años que no sabía nada de ella. Desde que me llamó al recibir la invitación a la boda, para decirme que se alegraba mucho por mí, por los dos, pero que no podía asistir; tenía un compromiso laboral y le era totalmente imposible anularlo. Ambos sabíamos que estaba utilizando la excusa más trillada de la historia, pero ni ella quiso darme más explicaciones, ni yo quise insistir más de lo políticamente correcto.

Primero me felicitaba, y después se disculpaba por no haberlo hecho durante estos años. Sabía de la existencia de mi hija, y de mi posterior divorcio. Ocho o diez líneas cargadas de preguntas tópicas, de redundancias, de vueltas y más vueltas a básicamente nada. Un saludo, una despedida “esperando que todo te vaya genial”, y como firma… dos iniciales que hacía más de nueve años que no veía escritas: P+L. Fue aquella tarde de verano de 2011, un diez de julio concretamente. Cumplimos nuestra promesa y nos volvimos a reencontrar. Los primeros minutos fueron algo tensos, pero al poco estábamos hablando como si el tiempo no hubiese pasado. Nos contamos lo que habíamos hecho aquel año (tras mi vuelta de Asturias, habíamos ido perdiendo el contacto poco a poco, hasta acabar con un simple “ey, ¿qué tal?” a través del ordenador). Yo hacía tres meses que salía con una chica. No era un compromiso serio, pero estaba muy a gusto con ella. Era sencilla, agradable, simpática, y caía muy bien a la gente de mi alrededor. Ella me dijo que seguía sola, un poco perdida, como de costumbre, pero que había aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas que le ofrecía la vida, a cuenta gotas. No se quejaba, decía, aunque mientras me hablaba, incapaz de mirarme a los ojos, pude percibir un brillo en su mirada, ese que había aprendido a reconocer, hacía tan solo unos meses.

Cenamos pizza y comimos una creêpe de postre, para recordar viejos tiempos. Paseamos por la playa, nos reímos de nuestras propias payasadas, y nos despedimos con un beso en la mejilla. Y cuando estaba a punto de separarme de ella… se acercó a mí, me abrazó con tal intensidad que casi me deja sin respiración, y me susurró al oído “quiero que seas muy feliz”, y después se fue. Insistí en que me dejase acompañarla, pero no hubo manera de convencerla (“tan terca como siempre”, pensé). Y me quedé allí, de pie, observando cómo el agua del mar borraba sus huellas en la arena. Entonces cogí un palo de madera, miré a la luna llena, me senté en la arena fría y escribí “P+L” por última vez.

Y allí me encontraba, delante de una pantalla de ordenador, llena de unas palabras que no entendía bien. Después de años de un silencio sepulcral… ¿qué significaba aquello? ¿Simple cordialidad de una vieja amiga? ¿Una forma de retomar un contacto perdido con el tiempo? ¿Había algo más? Decidí aparcar el asunto para más adelante. Mis amigos no tardarían en llegar, y aún lo tenía casi todo por hacer.

Cenamos, charlamos, abrí un par de regalos, nos bebimos tres o cuatro botellas de un vino rancio, y decidimos salir a tomar la última.

A las 2:37 de la madrugada, sin saber cómo ni por qué, me encuentro en el asiento trasero de un coche pequeño e incómodo, intentando metérsela a una chica, de no más de 25 años, que no para de gritar, no sé si de placer o de dolor. Al cabo de cinco minutos, me corro, y al cabo de otros cinco, estoy poniéndome los pantalones y saliendo del coche, prometiendo llamar a un número que ni siquiera había registrado en mi móvil.

Comienzo a caminar, sin rumbo fijo, y el teléfono no para de sonar, bombardeando a llamas y mensajes, “Dónde te has metido, tío? Nadie te ha visto salir del bar. Da señales de vida, no seas cabrón”

Deambulo durante una hora, o dos, o tres, perdido en mitad de la civilización. Luces, música atronadora, voces cantando, gritando. Litros de alcohol desparramado por las calles, ríos de gente pasándoselo (aparentemente) bien. Caras desconocidas (la mayoría). Y de repente… el mundo deja de girar, desaparece la música, el ruido se apaga, las luces se funden, y un foco ilumina aquel rostro de rasgos exóticos que un día me volvió loco. Lleva el pelo más largo, algo más claro. Viste de manera sencilla, pero con un toque de elegancia que hace que destaque entre las demás. No sé si me ha visto, tal vez debería darme la vuelta y volver por donde he venido. Y justo cuando estoy a punto de hacerlo… me ve. Se acerca, me mira, me sonríe. Me abraza y me susurra al oído “Felicidades. Aunque ya son más de las doce…”

Y desde ese preciso instante… todo parece tener sentido otra vez.

lunes, 30 de agosto de 2010

P+L

Me gusta arrancarme los pellejos de los dedos hasta hacerme daño, y ver aquella película que parecía estar hecha para nosotros cuando te echo de menos. Me gusta recordarte, incluso en los malos recuerdos, y aspirar el aroma que dejaste impregnado en tu camiseta favorita (que guardo para algún día pedir mi rescate). Me gusta predecir el futuro, sabiendo a ciencia cierta que voy a fallar, porque el destino sigue jugando con nosotros. Me gusta llamar la atención cuando paso desapercibida, y camuflarme en el asfalto cuando todo el mundo me señala. Me gusta pensar que tal vez coincidiremos en el mismo lugar, en el mismo momento, o que quizás conseguirás leerme el pensamiento (como tantas otras veces), y vendrás a buscarme (como nunca antes hiciste) aquí, a este rincón que se ha convertido en nuestro, y que me mirarás a los ojos, y secarás mis lágrimas, y lograrás pronunciar las palabras mágicas que resuelven todos mis enigmas. Me gusta creer que todo va a cambiar, que nada volverá a ser lo mismo, mientras todo permanece exactamente donde lo dejé antes de venir aquí. Y me pierdo entre cantos de sirenas, en busca de un Ulises despistado, y la música que me llega a través de las olas del mar, cuando rompen en la orilla.

Me gusta imaginarme gritando a pleno pulmón, hasta quedarme sin voz, locuras que no tienen sentido (excepto para ti y para mí), y que el viento se lleve mis palabras, bien lejos, tanto que no haya eco que las devuelva. Me gusta pensar que soy como Charlize Theron, y que tú sientas que todos los días son noviembre. Y creer que tengo un don, que aparezco en la vida de las personas en el momento preciso, para agitarla, como un cóctel molotov, para regarla y que crezca fuerte, para darle sentido sin ningún tipo de lógica. Para contagiarla de una locura efímera, transitoria, para darle aliento y que pueda respirar. Aunque al final todo acabe con un simple adiós.

Me gusta imaginarme a lo Julia Stiles, y escribir mis diez razones para odiarte. Abofetearte hasta hacerte rabiar de dolor para que tu cuerpo sienta un ápice de lo que siente mi alma cuando me insultas, cuando no crees en mí. Recitar mi poema, derramando lágrimas de sangre, y romperlo en mil pedazos después, porque odio no poder odiarte, porque no te odio, ni siquiera un poco, nada en absoluto.

Me gusta abrigarme con la sudadera que un día me regalaste, cuando el sol empieza a esconderse y la brisa del mar obliga a resguardarse.

Y no soporto la sensación de esperar una llamada que sé que no va a producirse. Y de todos modos la espero aquí, sentada en esta playa que hoy he bautizado con nuestros nombres.

viernes, 26 de marzo de 2010

Historias sin final (II)

Marco asomó la nariz por la cocina y percibió el olor de cuando había pasado algo. Su madre estaba haciendo magdalenas, y eso era una señal inequívoca de que mientras había estado fuera, se había forjado una discusión. Intentaban hacerlo cuando sabían que él no estaba en casa, pero alguna vez les había pillado en pleno intercambio de opiniones (eufemismos a parte...). Y al final, al cuadro siempre era el mismo: su madre se encerraba entre fogones, cáscaras de huevo, harina y el ruido de la batidora, y su padre desaparecía, no sabía bien a dónde, aunque lo intuía.

Nunca sabía cómo actuar ante este tipo de situaciones, y solía optar por un comportamiento normal. Llegaba, saludaba, y se iba a su cuarto con la excusa de algún trabajo del colegio o deberes que hacer. El resto del tiempo, la suya parecía una familia totalmente normal. Y típica. Su padre era el jefe de una importante empresa de aires acondicionados, lo que le llevaba a pasar fuera de casa la mayor parte de la jornada. Se levantaba temprano, y no llegaba hasta la noche. Su madre había estado trabajando como profesora en el colegio, pero estaba de baja desde hacía unos meses a causa de un accidente de coche. Ya estaba mucho más recuperada, pero estaba postergando su vuelta al mundo laboral.

Marco era un chico responsable, sacaba buenas notas en el institutoo, y ya estaba pensando a qué universidad ir, aunque todavía le faltaban dos años para graduarse. Nunca se metía en líos, no llegaba tarde a casa las pocas veces que salía. Sus profesores le tenían un gran aprecio, decían que sería el próximo Einstein, y él siempre se sonrojaba cuando halagaban su inteligencia. Además, era bastantee apuesto, no pasaba desapercibido entre las chicas de su edad, aunque él no se daba cuenta. Alguna vez había cruzado un par de miradas furtivas con Ruth, pero siempre creía que era producto de la casualidad, nada intencionado (por parte de ella, claro).

lunes, 1 de marzo de 2010

Historias sin final (I)

Lo primero que pensé nada más verla fue que su mirada escondía algo. No sabría explicar el porqué, pero sus ojos irradiaban una luz especial, diferente. Y en ese preciso instante supe que esa mujer cambiaría mi vida.

Eran las nueve de la noche, y yo estaba acabando de arreglarme. Había quedado para cenar con Pérez, un compañero de trabajo que se había pasado las últimas semanas insistiéndome en que teníamos que salir, que llevaba demasiado tiempo encerrado en casa, que me vendría bien distraerme, relacionarme con la gente. Desde mi divorcio, mi vida se resumía en trabajar, ir al gimnasio tres veces por semana y estar con mi hijo un fin de semana vez cada quince días.

Faltaban quince minutos para la hora y yo ya estaba entrando por la puerta del restaurante. Un camarero se aceró a mí, y le dije que estaba esperando a un amigo. Me ofreció tomar algo mientras llegaba, así que me pedí una tónica. El ambiente era tranquilo. Había cuatro o cinco mesas ocupadas, desde donde me llegaban retazos de conversaciones banales: "y es que mira que le dije que ese chico no me daba buena espina...", "es verdad, a mí también se me hizo pesada, y mira que me habían hablado bien de esa película", "¡qué va tía! Tú es que no te enteras de nada... lo que se ha hecho ahora es el pecho".

Y así, iba pasando de una otra, sin detenerse en ninguna, sin prestar demasiada atención.

sábado, 20 de febrero de 2010

True lies

Miento cuando digo que no me importa, que no me importas, que me da igual lo que pienses (sobre mí). Miento cuando me visto de puta para salir a la calle, y fingiendo que eso es lo que quiero ser, cuando en realidad preferiría quedarme en casa, con el pijama puesto, sin una gota de maquillaje en la cara y viendo a solas aquella película que me recomendaste. Miento cuando callo, porque me gustaría gritarle al viento, y que mis palabras acabasen camufladas entre las nubes del cielo, y que jugasen juntas al parchís. Miento cuando hablo, porque mi boca escupe veneno, y mancha de negro paredes, techos, e incluso tu cara si te tengo en frente. Miento cuando respiro, porque preferiría asfixiarme hasta volverme azul, y ser la princesa desteñida de tu cuadro abstracto. Miento cuando te miro, y mis pupilas se dilatan, buscando un encuentro (fortuito) con las tuyas, y se encogen cuando sale el sol, que quema, que abrasa. Miento cuando camino erguida, porque me gustaría encogerme, hacerme pequeña, volverme capullo, y nunca más ser mariposa, sin alas, sin color, sin ganas de volar, ni siquiera de escapar. Miento cuando amo, y mi corazón se vuelve de piedra, de mármol, de granito, de pizarra, y se rompe en pedacitos tan pequeños, al precipitarse escaleras abajo, que se convierte en un puzle imposible de recomponer. Miento cuando busco inspiración en los rostros ajenos que encuentro a mi paso, en los fragmentos de historias personales que logro captar, en la luna o las estrellas, en las tardes de invierno soleadas, o en las noches calurosas de verano, porque al final, lo único que me inspira eres tú.

Y miento cuando escribo, porque todo lo que cuento me lo invento, y aunque no queramos darnos cuenta, ya todo está inventido.

miércoles, 27 de enero de 2010

Largo domingo de nostalgia

Lágrimas de domingo por la tarde, de película de sobremesa rancia y de argumento mil veces utilizado. Lágrimas de nostalgia que provoca el propio aburrimiento del "no tengo nada que hacer". Lágrimas que provienen de esa canción que no estuviste a tiempo de pasar y te quedaste escuchando por mera desidia, mezclada con ese masoquismo que no deja marcas en tu piel (pero sí cicatrices en tu corazón y desgarros en tu alma).

Y el télefono sigue intacto en el mismo sitio de siempre, deseando que suene, que despierte de su eterno letargo, permanente y constante, y sabiendo a ciencia cierta que tu nombre no volverá a parpadear en su pequeña pantalla.

Lágrimas de domingo por la tarde, que la llegada del lunes borrará, que la rutina de la semana acabará por arrastrar, y quedarán relegadas a un segundo plano. Lágrimas con fecha de caducidad, que debes consumir preferentemente antes de (ver dorso), pero que resucitan, renacen de sus cenizas, cual Ave Fénix, justo una semana después, intentando que no se cuele ninguna a deshora, porque tienen su momento, y su lugar.

Y no dejo de preguntarme la causa, la razón y el porqué; qué tendrán las tardes de domingo (sin ti) que todo lo vuelve del revés, casi sin darte cuenta, de dónde proviene su poder devastador que consigue cambiar tu ánimo en cuestión de minutos, que lo deja todo patas arriba, con la fuerza de un huracán; como una gran tormenta, con truenos, rayos y centellas.

Sí, yo a veces también odio esas largas y tediosas tardes de domingo...

martes, 19 de enero de 2010

Entre frases hechas y refranes mil veces usados

"No es oro todo lo que reluce, ni toda la gente errante anda perdida". En estos versos de un poema que escribió Biblo en El Señor de los Anillos, poema que habla sobre Aragorn, iba pensando la otra tarde mientras paseaba por las ramblas de mi pueblo. Y me veía a mí misma, errante y perdida. Porque pese a que todos los caminos llevan a Roma, hay veces en las que ni el mapa más completo del mundo, ni la brújula más perfecta, ni el más experto de los guías, conseguiría llevarte por el camino correcto. Y sigues deambulando, sin rumbo fijo, deseando que aparezca una señal caída del cielo, que guíe tus pasos, que te lleve a aquél lugar donde te sientes seguro. Y en mitad de todo el caos, de todas las encrucijadas de este mundo, de todos los caminos andados y deshechos, de todos los mapas y las brújulas, de toda la gente errante (la que anda perdida y la que sabe exactamente hacia donde va), una frase, extraída de una conversación de una de las series más de moda, se cuela entre mis pensamientos "tus brazos son el mejor lugar del mundo". Y es ahí, inevitablemente, como todo lo importante que sucede en esta vida, donde me doy cuenta de que sí, todavía te echo de menos.