viernes, 26 de marzo de 2010

Historias sin final (II)

Marco asomó la nariz por la cocina y percibió el olor de cuando había pasado algo. Su madre estaba haciendo magdalenas, y eso era una señal inequívoca de que mientras había estado fuera, se había forjado una discusión. Intentaban hacerlo cuando sabían que él no estaba en casa, pero alguna vez les había pillado en pleno intercambio de opiniones (eufemismos a parte...). Y al final, al cuadro siempre era el mismo: su madre se encerraba entre fogones, cáscaras de huevo, harina y el ruido de la batidora, y su padre desaparecía, no sabía bien a dónde, aunque lo intuía.

Nunca sabía cómo actuar ante este tipo de situaciones, y solía optar por un comportamiento normal. Llegaba, saludaba, y se iba a su cuarto con la excusa de algún trabajo del colegio o deberes que hacer. El resto del tiempo, la suya parecía una familia totalmente normal. Y típica. Su padre era el jefe de una importante empresa de aires acondicionados, lo que le llevaba a pasar fuera de casa la mayor parte de la jornada. Se levantaba temprano, y no llegaba hasta la noche. Su madre había estado trabajando como profesora en el colegio, pero estaba de baja desde hacía unos meses a causa de un accidente de coche. Ya estaba mucho más recuperada, pero estaba postergando su vuelta al mundo laboral.

Marco era un chico responsable, sacaba buenas notas en el institutoo, y ya estaba pensando a qué universidad ir, aunque todavía le faltaban dos años para graduarse. Nunca se metía en líos, no llegaba tarde a casa las pocas veces que salía. Sus profesores le tenían un gran aprecio, decían que sería el próximo Einstein, y él siempre se sonrojaba cuando halagaban su inteligencia. Además, era bastantee apuesto, no pasaba desapercibido entre las chicas de su edad, aunque él no se daba cuenta. Alguna vez había cruzado un par de miradas furtivas con Ruth, pero siempre creía que era producto de la casualidad, nada intencionado (por parte de ella, claro).

lunes, 1 de marzo de 2010

Historias sin final (I)

Lo primero que pensé nada más verla fue que su mirada escondía algo. No sabría explicar el porqué, pero sus ojos irradiaban una luz especial, diferente. Y en ese preciso instante supe que esa mujer cambiaría mi vida.

Eran las nueve de la noche, y yo estaba acabando de arreglarme. Había quedado para cenar con Pérez, un compañero de trabajo que se había pasado las últimas semanas insistiéndome en que teníamos que salir, que llevaba demasiado tiempo encerrado en casa, que me vendría bien distraerme, relacionarme con la gente. Desde mi divorcio, mi vida se resumía en trabajar, ir al gimnasio tres veces por semana y estar con mi hijo un fin de semana vez cada quince días.

Faltaban quince minutos para la hora y yo ya estaba entrando por la puerta del restaurante. Un camarero se aceró a mí, y le dije que estaba esperando a un amigo. Me ofreció tomar algo mientras llegaba, así que me pedí una tónica. El ambiente era tranquilo. Había cuatro o cinco mesas ocupadas, desde donde me llegaban retazos de conversaciones banales: "y es que mira que le dije que ese chico no me daba buena espina...", "es verdad, a mí también se me hizo pesada, y mira que me habían hablado bien de esa película", "¡qué va tía! Tú es que no te enteras de nada... lo que se ha hecho ahora es el pecho".

Y así, iba pasando de una otra, sin detenerse en ninguna, sin prestar demasiada atención.