domingo, 11 de octubre de 2009

La última de la noche

Me acerco al camarero con sonrisa picarona, y mientras me ajusto la camisa para marcar escote, le pido un Jack Daniel's con Red Bull. Sigo con mi mirada el ritual: vaso largo, dos cubitos de hielo, y el whisky va reptando, cual yedra, por el vidrio. Le hago un gesto con la mano para que deje de llenar el vaso. Me guiña un ojo, y cuando me dispongo a sacar la cartera para pagar el cubata, me susurra al oído, "a ésta invito yo". Insisto un par de veces, incluso intento guardarle el billete en el bolsillo; me agarra delicadamente del brazo y me suelta "te acepto el billete sólo si apuntas tu número de teléfono". Me lo quedo mirando con cara de sorpresa, dudo unos segundos, y le pido un bolígrafo. Empiezo a escribir números al azar y debajo un nombre (falso). Le devuelvo el billete, pero me quedo con el bolígrafo; tengo una colección interminable: de propaganda, regalos de ex, navidades, cumpleaños... Le dedico otra sonrisa, antes de desaparecer para siempre de aquél lugar, y sin darme apenas cuenta, noto unas manos apretando fuertemente mi cintura "¿Ya te vas, guapa? Pero si la noche acaba de empezar". Me resisto, le aparto las garras de encima, pero no sirve de nada, el especimen en cuestión se ha apoderado de mis caderas, como un lobo hambriento a su presa. Así que me dejo llevar, ronroneo, me insinúo, me acerco, bailamos, y cuando lo tengo bien a tono, le propino un santo rodillazo en sus partes nobles. Y ahí le dejo, tirado en mitad de la pista, retorciéndose de dolor, y entre el murmullo de la gente me parece escuchar "¡¡¡zorra calientapollas!!!"

"Está claro, ésta no es mi noche", pienso. Salgo a la calle, con mis tacones de infarto, y el frío me golpea la cara. Un grupo de borrachos cantando mientras mean en una esquina, una puta haciéndole una mamada a un extranjero con cara de adolescente reprimido, pakistaníes vendiendo cervezas calientes y bocadillos pasados. Un caos absoluto en mitad de la nada. Paro un taxi, me subo, me acomodo en el asiento de atrás, y el taxista, mirándome desde el espejo con cara de cerdo baboso, me pregunta "¿A dónde, señorita?". Me encojo, suspiro y le contesto "Allá donde acaba el sol y empiezan las estrellas".