martes, 22 de enero de 2008

Uno entre un millón

Colecciona sellos de países con nombres imposibles. Le gusta pasear bajo la lluvia en las tardes de otoño, y pararse frente al escaparate más luminoso que anuncia una Navidad a la vuelta de la esquina. Sentarse en el banco más viejo de la plaza, y mientras se esconde tras su libro de filosofía oriental, observa a la gente pasar. Cuatro gafas de pasta negra, cinco pares de bambas de colores estridentes, veinte paraguas en mano, cerrados. Evita tener conversaciones importantes, porque la notoriedad le produce escozor en las ingles. Siempre llega con cinco minutos de antelación a sus citas, ya sea una entrevista de trabajo, o si ha quedado con la chica de sus sueños. Se mueve con sigilo, casi como si caminara de puntillas, y es incapaz de tirar esa camiseta de su grupo favorito, por más agujeros o manchas imborrables que tenga. Y sueña con vivir, algún día, en una casita frente al mar, para poder pasear por la playa a las seis de la mañana y tomar una taza de chocolate caliente sentado junto a la ventana mientras los primeros rayos de sol despuntan el día. Siempre abre los ojos antes de que suene el despertador, y se queda remoloneando en la cama hasta que se le acaban las excusas. Duerme escuchando a media voz los acordes de algún disco de nu-soul, aunque en su mp3 siempre se oye pop alternativo. Presume de tener pocos amigos, y no soporta las grandes superficies. Dedica dieciocho minutos diarios a su higiene personal, y nunca se masturba más de una vez por semana. Usa gomina para el pelo en contadas ocasiones, y todavía guarda la primera carta de amor que escribió y que no se atrevió a entregar. Evita mirarse en los espejos, y le gusta imaginarse como una estrella de rock de los años 70. Nunca celebra su cumpleaños, aunque siempre acaba cayéndole algún regalo. Come despacio, muy despacio, y siempre es el último en levantarse de la mesa. Y llora a escondidas, en el silencio de la noche, secando sus lágrimas con las sábanas de la cama.

lunes, 14 de enero de 2008

De una noche cualquiera

Si te dijera que te echo de menos, te darías la vuelta y saldrías corriendo. O tal vez te quedarías mirándome con esa cara que pones cuando intentas entender la letra de una canción que nunca antes habías escuchado. O quizás me borrarías con tu goma mágica y me dibujarías de nuevo, con unos trazos más firmes, y me pintarías con unos colores más alegres.

Si te dijera que te he echado de menos, me hablarías de tiempos remotos, y me señalarías en el mapa esa cafetería donde todas las mañanas desayunabas creppes con chocolate (bien caliente). O tal vez me darías un beso en la mejilla, cálido y perfecto, para que me fuera a dormir y soñase con los angelitos. O quizás saldrías del coche, dando un portazo silencioso, y te quedarías para siempre en la otra parte del mundo, esa que te separa de mí, y yo mirando desde dentro a través de mil cristales.

Si te dijera que te echaré de menos, me cogerías de los hombros y me abofetearías el alma, y después me sonreirías con esa sonrisa pícara que deshace montañas de nieve en las noches más heladas. O tal vez me amarías como nunca, ni antes ni después, y en mi piel quedarían grabadas tus huellas. O quizás me contarías un chiste sin gracia, y me dirías que la noche es joven. Y reptaríamos por la arena blanca que cubre cada ola, y bailaríamos sin compás, muriendo en cada nota, respirando en cada silencio. Y tus manos treparían por mi espalda, caminos inciertos que recorren el sudor frío. Y mi lengua degustaría tu cuello, ambrosía del Olimpo, manjar de dioses. Y nos esfumaríamos en el penúltimo acorde de nuestra canción, de puntillas, para no hacer ruido, para no llamar la atención.

Y buenas noches, nos veremos, dame la mano que tengo frío.

sábado, 12 de enero de 2008

A otra cosa, mariposa

Frases que se repiten en cada renglón, palabras usadas mil y una veces que acaban por desgastarse, expresiones copiadas bajo la luz mortecina de un flexo que acaban por deformarse. Y es que cuando la inspiración se atasca, uno siempre acaba escribiendo sobre lo mismo. Recuerdos que no se borran, heridas que no se cierran, historias que no se olvidan. Y acabas llenando hojas y hojas con palabras vacías que podrías resumir en una simple frase. Párrafos que se repiten sin cesar, en un continuo vaivén. Y le sacas punta al subconsciente, intentando rescatar alguna imagen que ilustres un texto perfecto. Y tu mano descansa en un coma profundo sobre el papel en blanco, mientras los minutos se suceden a cámara lenta, y tu mirada se pierde entre el tic tac hipnotizador del reloj colgado en la pared del escritorio. Tachones, espacios mudos, que no dicen nada, líneas torcidas que no encuentran el camino correcto. Extensiones de una misma idea que no da más de sí, una cuerda que tibas hasta el punto justo en que comienza a deshilacharse. Hasta que decides improvisar un punto y final cogido con pinzas que te permita pasar a otra cosa, mariposa.