martes, 9 de noviembre de 2010

Historia de un futuro aproximado en tanto que irreal

Veintisiete de octubre de 2020. Hoy es mi cumpleaños. Treinta y ocho, que se dice pronto. Pero no pienso preocuparme por la inminente crisis de los cuarenta; si tiene que llegar, ya llegará. El plan para esta noche es bien sencillo: cenita en casa con los amigos, y luego, si se tercia, tal vez caigan algunas cervezas (es increíble cómo los años lo cambian a uno…). Mi hija me ha llamado esta mañana para felicitarme. Hemos hablado poco más de cinco minutos: que cómo va el cole, que si ya has hecho nuevos amiguitos. Me deja alucinado con su manera de responder a mis preguntas. Sólo tiene cuatro años, pero es muy madura para su edad. Si no pasa nada, el próximo fin de semana la tendré conmigo. La echo de menos, me hace falta en tantos momentos… pero el estúpido nuevo novio de mi exmujer es un gilipollas comeollas integral, y siempre está dando por culo con el régimen de visitas. No entiendo qué leches ha podido ver Natàlia en él. En fin, eso es algo que a mí ya no me incumbe.

Como de costumbre, salgo tarde de la oficina. Algunos lo llaman peloteo, otros adicción al trabajo. Simplemente me dedico a hacer lo que siempre se me dio bien (después de aquella especie de año sabático catártico). Meto la mano en el bolsillo y saco las llaves de mi Seat Altea. Y de repente… la imagen de mi Mini Cooper S rojo me viene a la mente. Pero supongo que era impensable para una familia que acababa de tener un crío. Si lo llego a saber…

A las 19:30 llego a casa. Me pego una ducha rápida y me pongo cómodo. Enciendo el ordenador y reviso mi correo. Podría hacerlo desde la oficina, pero prefiero contestar a los mails personales desde casa. Alguna que otra felicitación por puro compromiso, cinco o seis correos de publicidad, que eliminó sin ni siquiera abrir. Y entre correo basura y mensajes escritos casi por obligación… encuentro un mail de ella. Me quedo mirando el nombre unos segundos antes de abrirlo. Enfoco la vista, porque el cansancio sumado a la excitación del momento hace que las letras bailen en la pantalla del ordenador. Hacía más de seis años que no sabía nada de ella. Desde que me llamó al recibir la invitación a la boda, para decirme que se alegraba mucho por mí, por los dos, pero que no podía asistir; tenía un compromiso laboral y le era totalmente imposible anularlo. Ambos sabíamos que estaba utilizando la excusa más trillada de la historia, pero ni ella quiso darme más explicaciones, ni yo quise insistir más de lo políticamente correcto.

Primero me felicitaba, y después se disculpaba por no haberlo hecho durante estos años. Sabía de la existencia de mi hija, y de mi posterior divorcio. Ocho o diez líneas cargadas de preguntas tópicas, de redundancias, de vueltas y más vueltas a básicamente nada. Un saludo, una despedida “esperando que todo te vaya genial”, y como firma… dos iniciales que hacía más de nueve años que no veía escritas: P+L. Fue aquella tarde de verano de 2011, un diez de julio concretamente. Cumplimos nuestra promesa y nos volvimos a reencontrar. Los primeros minutos fueron algo tensos, pero al poco estábamos hablando como si el tiempo no hubiese pasado. Nos contamos lo que habíamos hecho aquel año (tras mi vuelta de Asturias, habíamos ido perdiendo el contacto poco a poco, hasta acabar con un simple “ey, ¿qué tal?” a través del ordenador). Yo hacía tres meses que salía con una chica. No era un compromiso serio, pero estaba muy a gusto con ella. Era sencilla, agradable, simpática, y caía muy bien a la gente de mi alrededor. Ella me dijo que seguía sola, un poco perdida, como de costumbre, pero que había aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas que le ofrecía la vida, a cuenta gotas. No se quejaba, decía, aunque mientras me hablaba, incapaz de mirarme a los ojos, pude percibir un brillo en su mirada, ese que había aprendido a reconocer, hacía tan solo unos meses.

Cenamos pizza y comimos una creêpe de postre, para recordar viejos tiempos. Paseamos por la playa, nos reímos de nuestras propias payasadas, y nos despedimos con un beso en la mejilla. Y cuando estaba a punto de separarme de ella… se acercó a mí, me abrazó con tal intensidad que casi me deja sin respiración, y me susurró al oído “quiero que seas muy feliz”, y después se fue. Insistí en que me dejase acompañarla, pero no hubo manera de convencerla (“tan terca como siempre”, pensé). Y me quedé allí, de pie, observando cómo el agua del mar borraba sus huellas en la arena. Entonces cogí un palo de madera, miré a la luna llena, me senté en la arena fría y escribí “P+L” por última vez.

Y allí me encontraba, delante de una pantalla de ordenador, llena de unas palabras que no entendía bien. Después de años de un silencio sepulcral… ¿qué significaba aquello? ¿Simple cordialidad de una vieja amiga? ¿Una forma de retomar un contacto perdido con el tiempo? ¿Había algo más? Decidí aparcar el asunto para más adelante. Mis amigos no tardarían en llegar, y aún lo tenía casi todo por hacer.

Cenamos, charlamos, abrí un par de regalos, nos bebimos tres o cuatro botellas de un vino rancio, y decidimos salir a tomar la última.

A las 2:37 de la madrugada, sin saber cómo ni por qué, me encuentro en el asiento trasero de un coche pequeño e incómodo, intentando metérsela a una chica, de no más de 25 años, que no para de gritar, no sé si de placer o de dolor. Al cabo de cinco minutos, me corro, y al cabo de otros cinco, estoy poniéndome los pantalones y saliendo del coche, prometiendo llamar a un número que ni siquiera había registrado en mi móvil.

Comienzo a caminar, sin rumbo fijo, y el teléfono no para de sonar, bombardeando a llamas y mensajes, “Dónde te has metido, tío? Nadie te ha visto salir del bar. Da señales de vida, no seas cabrón”

Deambulo durante una hora, o dos, o tres, perdido en mitad de la civilización. Luces, música atronadora, voces cantando, gritando. Litros de alcohol desparramado por las calles, ríos de gente pasándoselo (aparentemente) bien. Caras desconocidas (la mayoría). Y de repente… el mundo deja de girar, desaparece la música, el ruido se apaga, las luces se funden, y un foco ilumina aquel rostro de rasgos exóticos que un día me volvió loco. Lleva el pelo más largo, algo más claro. Viste de manera sencilla, pero con un toque de elegancia que hace que destaque entre las demás. No sé si me ha visto, tal vez debería darme la vuelta y volver por donde he venido. Y justo cuando estoy a punto de hacerlo… me ve. Se acerca, me mira, me sonríe. Me abraza y me susurra al oído “Felicidades. Aunque ya son más de las doce…”

Y desde ese preciso instante… todo parece tener sentido otra vez.

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